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Bajo el ombligo de la Luna.

 

Cuan iluso luciere aquel que, con nublado ahínco y dudosos dejos de apatía pretendiese desmarcarse y arrancarse de la esencia la imborrable virtud que esta patria le confiere. Y es que ni apropiarse de ese anhelo es bueno, ni al jactarnos de evadirlo, del imperio de la virtud y los blasones de la gracia nos hacemos dueños.

 

Es, en tanto, que ni por penas ni por glorias del albedrío el individuo se hace y mucho menos se deshace de su impregna membresía a la magna comunión de anhelos nacionales, siendo así, que por razones que las mutiladas voluntades no son capaces de percibir, nadie es ajeno a los fulgores de la patria.

 

Antes tuviera el cuerpo físico que evanescerse de las dimensiones del tiempo y el espacio,  habiéndose de despedir de los ya empalidecidos horizontes de su carne, de los fugaces rasgos de intelecto, de talento, de sentimiento, de los confines de las tristezas y los goces; como quien le dice adiós a los tiempos de lejanas victorias… y sospecho que aun así, quien pusiese la suficiente atención, en el efímero último aliento lograría escuchar un suave: “… Y que me traigan aquí…”

 

La anterior premisa me ha llevado a preguntarme, en más que repetidas ocasiones: De tantas tierras y con ellas tantas miles de naciones, ¿Quién (o qué), en un destello apoteósico, configuró los eventos necesarios para que, por caprichos del linaje, nuestra existencia fuera dada entre fronteras específicas, y en mi caso, justo entre las fronteras marcadas por los ríos Bravo y Usumacinta? ¿Es, quizá, que exista una serie de sucesos pre-destinados para que cada quien fuera ubicado en un cierto tiempo y espacio? (“¡Dasein!” –Probablemente hubiese contestado Heidegger-).

 

¿Somos aquello que somos, y existimos en el lugar en que existimos acaso por el suspiro omnipotente de algún dios que dicta a conciencia superior el rumbo a tomar de nuestros seres? ¿Es responsable, tal vez, el Universo de ordenar materia mediante la aleatoriedad de eventos y propiciar de manera sincrónica nuestra aparición en un determinado lugar debido a algún resquicio de la física cuántica, de esos que enamoran a la ciencia? ó ¿Simplemente se suceden un cúmulo de eventos azarosos que, tan coincidentes como inconexos, por todo y por nada, nos confieren la coordenada en la cual habremos de coexistir con el prójimo?

 

Lo anterior obedece al orden ontológico por lo cual la reflexión, aunque enriquecedora, resulta de algún modo insuficiente para ofrecer respuestas absolutas y esclarecedoras. Sobra decir que la mente humana y la ciencia son incapaces aún de emanar conocimiento práctico e inexcusable al respecto. 

 

Mientras tanto y porque la ocasión lo amerita, me permito citar a Manuel Acuña al decir que “…yo, como de sabio no presumo…” opto por dejar que sean los sabios quienes ofrezcan, en su debido momento, la tesis rotunda y atinada que el tema demanda a alaridos.

 

Por mi parte, siento y tengo nada más que eterna dicha por cuales fuesen las eventualidades que me confiriesen el inmenso honor de hacer de México, la dulce madre de la que recibo el molde de mi persona y la grandeza de ser semilla de esta fecundante tierra y que me inspira a intentar con ferviente ilusión ser fruto digno de su majestuosa cosecha. 

 

Me queda entonces hacer una última mención al multicitado regente, y con nota de “A quien corresponda” le remito, (al dios, al azar o al universo), mi más puro agradecimiento; y ebrio de júbilo y fiel a esta condición humana de buscar explicaciones que no me abandona, diré con un expectante “quizá”, que es mi gusto pensar que fui uno de esos cien millones de venturosos, cuya máxima ventura fue que aún antes de nacer, estaba escrito en su ser el ser mexicano.

 

¡Ah! La mitad de mi existencia diera por saber a quién agradecerle porque esta, cual fugaz y transitoria fuera, debajo del ombligo de la luna concibiera.

 

 

Fraternalmente.

                                    

H.’. Jaime Alejandro Ceballos Turcott

 

 

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